¿Dónde estoy?

Me quisiste a bocajarro. Fue imposible no morir en el intento.

4.9.12

El abuelo

Lo único que nos unía era la costumbre. La costumbre de verle sentado en la butaca del salón, la costumbre de sentir su mirada clavarse en mí cada vez que pasaba por delante del televisor, la costumbre de escuchar su respiración mientras merendaba en la cocina...
El abuelo llegó a casa hará un año y medio, cuando se volvió tan insoportable que ni la residencia quiso hacerse cargo de él. Entonces mamá no tuvo otro remedio que sacarlo de allí y traerlo a vivir a casa con nosotros. Se instaló en el cuarto de invitados y se hizo dueño del salón a golpe de gritos y gruñidos del infierno. Lo que más le gustaba en el mundo eran las películas de vaqueros que hacían en la cadena autonómica. La casa se llenaba del ruido de escupitajos, disparos y blasfemias tan antiguas y ridículas que al imaginar a los guionistas lo hacía en blanco y negro. Era todo un incordio a la hora de estudiar, pero si no tenía la televisión a todo volumen, el viejo no escuchaba nada. "Súbete el audífono, viejo amargado", le decía yo. "Calla, niñata insolente", me contestaba él. Y después de terminar la frase inspiraba profundamente de su bombona de oxígeno y sonaba como un androide oxidado que luchaba por seguir siendo útil. Cuando llegaron mis exámenes finales yo no pensaba en otra cosa que en desconectarlo. Imaginaba que se apagaría con el ruido que hacían las teles antiguas e iría perdiendo el tono muscular a cámara lenta, como un verdadero robot.
Sobra decir que nunca me llevé bien con mi abuelo. Desde pequeña lo había visto siempre en la habitación de la residencia y ya era un cascarrabias cuando buceo en los primeros recuerdos que conservo de él. Primero pegado a su maloliente pipa, luego a su bombona de oxígeno. Nunca tenía una palabra amable para mí, siempre era demasiado ruidosa, luego demasiado alta, demasiado callada, demasiado "llena de alambres que me atravesaban la cara". Nunca quise hacerle entender el por qué de mis piercings o mi ropa destartalada. Igual que yo no me interesaba por sus tirantes pasados de moda o su afición a los indios y vaqueros del todo a cien, esperaba que él pasara por alto mis modificaciones corporales y no tuviéramos que enzarzarnos en una guerra cronológica sobre que época era la mejor.
Siempre pasé sin las típicas meriendas con el abuelo, las anécdotas de los viejos tiempos o las tardes jugando encima de sus rodillas. Todo aquello me era desconocido. Para mí el abuelo era ese señor que se sentaba en la butaca del salón y esperaba un día más a la muerte sumergido en las historias del viejo oeste.
Una tarde al volver de clase e interrumpir brevemente su película al pasar por delante del televisor, se me cayó el libro que estaba leyendo por aquel entonces.
- Anda. -Jadeó sorprendido mientras extraía oxígeno de la bombona. -¿Sabes leer?
- Sí. -Respondí. Intentando tomarme aquel insulto tan gratuito en la mejor medida de lo posible.
- Quién lo iba a decir. Igual vas a tener algo bueno después de todo.
- ¿Le gusta leer, viejo? -Pregunté. Él ya no se lo tomaba como una ofensa, para mí era más viejo que abuelo.
- Leer salva vidas. Estoy seguro de que si en vez de oxígeno me llenaran este cacharro de una buena lectura podría sobrellevar cinco años más sin ningún problema.
- ¿Eso cree? -Quizá aquella conversación iba a ser más interesante de lo que pensaba. De fondo los tiros de los vaqueros llenaban los silencios entre ambos.
- Eso sé, más que creer. Recuerda, Beth, cuando el mundo te falle y pienses que la vida y las personas no han sido más que una decepción, un libro será el antibiótico que te alivie de la realidad por unas horas. Las palabras tienen el efecto de curar el alma, la nutren y te vuelven alguien competente, culto. El mundo va a necesitar personas cultas cuando se vaya a la mierda. Nunca dejes de leer.
Recogí mi libro y me aparté de su vista cuando entendí que no quería hablar más. 

Murió pocos días después.
Lo único que nos unía era la costumbre. La costumbre de vernos y saber que existíamos dentro de la misma casa. Por eso cuando vi el sillón vacío por primera vez, ese vacío se abrió también un poquito dentro de mi pecho. Puede que esa costumbre se hubiera transformado en un pequeño sentimiento de comodidad, de relajarme con el sonido de su respiración casi artificial o sonreír de vez en cuando al pensar que el abuelo estaba en casa. Sin darme cuenta comencé a sentirme realmente triste. Y entonces, cogí un libro.


(dedicado a ti. por nuestra conversación de ayer)



2 comentarios:

  1. Que blog! Me encanta! Tus entradas son geniales! TE SIGO! :) Me gustaria mucho que te pasaras por mi blog, y si te gusta que me siguieras. Besos desde http://solotunohaymas.blogspot.com.es/ ♥

    ResponderEliminar

¿Me das un poquito de lo que desayunas?