¿Dónde estoy?

Me quisiste a bocajarro. Fue imposible no morir en el intento.

11.9.10

7/365 ¿Me guardas el tiempo en tu arena?

No había opción, cada verano nos esperaba la casa junto a la playa. Si piensas en las cenas con los tíos que te tiran de las mejillas, en el calor agobiante de una casa sin aire acondicionado, en el pueblo insulso a pocos kilómetros de la casa, en los días que pasan como semanas lejos de la civilización y en el olor a pescado con el que muchas veces te levantas, seguramente me considerarías la persona más desgraciada del mundo. En vez de coger un avión y cruzar el atlántico o dejarnos llevar por el tren hasta más allá de la frontera, mi familia prefería llenar el maletero de flotadores y una gran barbacoa para pasar dos meses escuchando a las gaviotas pelearse por unas pocas espinas. Y yo, sinceramente, lo adoraba.
Lejos de pasarme las horas muertas encerrado en mi habitación o intentando sintonizar algún canal inexistente en la vieja televisión, me dediqué a enfrascar el tiempo que encontraba en la playa.
No había mejor sensación en el mundo que la de sentir los pequeños granos de arena deslizarse entre tus dedos.
Todo empezó con un palo y una tarde sin hacer nada en la que me dediqué a escribir mi nombre en la costa. El mar lo borraba y yo, decidido a ganar esa batalla, volvía a trazarlo una y otra vez. Cuando entendí que no había nada que hacer, miré atrás: había metros y metros de surcos en la arena, de carreteras que llevaban al infinito y yo no me había dado cuenta de ello. Como el arquitecto de mis sueños, elevé montículos de arena lejos de donde el mar pudiera derribarlos y les di mil formas distintas. Confeccionaba parques con algas y decoraba mis imaginarias avenidas con conchas y pequeñas piedras de colores. Apartado del mundo real edifiqué la ciudad en la que vivían mis fantasías, ensuciándome la ropa y dejando que el tiempo corriera libremente por mi lado, no me importaba perderlo porque en mi propio barrio inventaría un nuevo sistema para retenerlo. Las horas no contaban y la noche se confundía con el día. Un segundo duraba lo que quisieras que durase el brillo de los ojos o la fugacidad de un beso. El idioma no existía y yo podía entender cada uno de los pensamientos de mis ciudadanos de barro y sal.
El dolor no hacía daño y si te cansabas, podías darte un paseo por el aire hasta llegar a la azotea del edificio más alto de todos, para lanzarte después y aterrizar en el medio del corazón de quien quisieras. Efectuando una caída limpia y suave que acababa con una mirada.
Y al atardecer, antes de que la marea subiera y borrara la ciudad que hoy había sido mi hogar, guardaba en botellas de coca-cola parte de la arena que había sido el tiempo de aquellos ciudadanos. Que era mi tiempo convertido en segundos y en recuerdos que jamás podrían escapar de entre el cristal.
Cada otoño volvía con la maleta llena de 'botellas sucias', según mi madre. Pero yo estaba deseando volver a la casa de la playa, a la que olía a pescado y parecía un horno a plena potencia. Pero que era la fábrica de segundos de magia y tenía una playa llena de las arenas del tiempo, de las ciudades de mis sueños.


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2 comentarios:

  1. Me encanta *.^
    Es super bonito. Comenta mi blog cuando puedas. Besooos(L)

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  2. un texto precioso.!!
    te expresas genial, por cierto e llegado hasta tu blog por casualidad y me ha encantado, tiene un aire genial, y se respira tranquilidad por aquí, así que decidí darle a seguir! espero que pronto visites mi nuevo blog, ya que mi anterior blog lo he demolido.
    un saludo.

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